Cambiar tus creencias es normal, pero no tus principios.
A lo largo de nuestras vidas nos vemos envueltos en distintos ambientes, contextos y condiciones materiales. Cada vez que nos desplazamos, migramos o conocemos nuevos grupos de personas, nuestras ideas pueden verse confrontadas en la medida en que nos acoplamos a la realidad. Nuestra cosmovisión tiene un margen de flexibilidad: hay cosas que podemos asimilar y otras que, simplemente, no.
Pero, ¿qué pasa cuando el entorno en el que nos rodeamos está lleno de elementos no asimilables, que no solo abundan, sino que predominan? Podemos hacer ciertos ajustes, forzarnos un poco a crear adaptaciones, extensiones o todo tipo de talachas mentales para superar el estrés de la confrontación. Sin embargo, hay experiencias catárticas que nos quiebran la psique de forma irreversible, que pueden –o no– hacernos caer en un vacío existencial, arrasarnos, formatearnos.
Sin profundizar demasiado en el tipo de experiencias a las que todos estamos expuestos y que seguro muchos hemos enfrentado, hay momentos en los que nos topamos cara a cara con verdades que nos atraviesan de pies a cabeza con una intensidad, claridad y nitidez irremediables. Adaptarnos a nuevas realidades, tanto materiales como espirituales, tiene un costo. Nos drena la energía constantemente. Es un trabajo extraordinario reconstruir nuevos esquemas, más aún cuando los pilares que sostenían nuestro marco ético se ven comprometidos o, mas aún, derrumbados.
No hay duda de que, en muchas de estas situaciones, nos sentimos a la deriva. Sabemos que debemos actuar de cierta manera, pero no entendemos el porqué. Es como si fuéramos un motor que corre con aceite quemado… o peor, sin aceite alguno. Estamos en problemas. Hay que reconstruir.
¿Pero reconstruir qué? Bueno, la base de nuestro pensamiento. Reparar el motor de nuestra vida. Tirar piezas, cambiar otras, reensamblarnos. ¿Y qué pasa cuando nuestro sistema de creencias deja de ser válido a nuestros ojos? ¿Qué nos queda? Nos queda la realidad inmediata, los elementos materiales cercanos, nuestro propio ser, nuestra materia, nuestro hardware, nuestros sentidos, nuestra capacidad de interpretar… y eso es todo. Eso es lo que nos queda. Eso es lo que somos.
Invariablemente, todos los sistemas de creencias comparten un orden moral que sigue la lógica de la bondad y el equilibrio natural. Y aunque estemos en conflicto con las religiones, incluso aquellos que las aborrecen pueden compartir con los creyentes una idea fundamental: la naturaleza de nuestras acciones determina el devenir de los sucesos.
Por eso, sin importar el entorno en el que nos encontremos –bueno para algunos, no tanto para otros–, comprendemos que un comportamiento basado en la conciencia de sus consecuencias lleva a la conclusión de que incluso un egocentrista con plena conciencia de sus actos puede vivir en armonía, porque lo último que quiere es que elementos externos lo perjudiquen. En la medida en que un individuo realiza acciones que provocan reacciones en su entorno, este se vuelve reactivo, un receptáculo de respuestas en cadena, lo que lo empuja hacia un estado de caos que lleva a la descomposición.
Un estado de baja entropía, con un entorno poco reactivo, genera naturalmente condiciones óptimas para el desarrollo. Así que cuando te encuentres en un vuelco ideológico, conflictuado por el derrumbe de tus creencias, recuerda que aceptarlo y tomarlo con calma es clave. Pero también recuerda que eres uno con el ambiente que te sostiene.
El orden natural tiende al caos, y se necesita energía para mantener los sistemas en equilibrio. Tú eres un sistema que requiere energía para sostenerse. Mantén tu equilibrio interno en un nivel bajo de entropía. Acepta, tómate tu tiempo para digerir y adaptarte dialécticamente a las nuevas verdades que tienes enfrente, dentro del marco de la aceptación, el respeto y el esfuerzo. Y a veces, hacer nada es la clave. Pero en un sistema de alta entropía, incluso hacer nada también requiere esfuerzo.
El cambio de creencias puede sentirse como una demolición interna, un colapso estructural que deja expuesto el esqueleto de nuestra identidad. Pero lo que a primera vista parece una pérdida irreparable, en realidad es una oportunidad de reconstrucción. No somos las mismas personas que éramos hace diez años, ni siquiera hace uno. La evolución personal es inevitable, y aferrarnos con rigidez a un sistema de creencias que ya no nos representa solo nos encierra en un ciclo de contradicción y sufrimiento.
Sin embargo, abandonar un viejo esquema mental no significa renunciar a todo principio. Aquí es donde el respeto –tanto hacia uno mismo como hacia el entorno– se vuelve fundamental. Cambiar nuestras convicciones no nos exime de la responsabilidad de actuar con integridad, ni nos da licencia para descuidarnos o ceder al nihilismo. Es fácil caer en el extremo de la desorientación y sentir que, al deshacernos de ciertas ideas, todo pierde sentido. Pero el vacío que deja la deconstrucción no es un final, sino un espacio abierto para la reflexión y la renovación.
Resistir al autoabandono es un acto de autodisciplina y respeto por la vida misma. Un sistema de creencias puede reformularse, adaptarse, incluso ser reemplazado por completo, pero la conciencia de que nuestras acciones tienen impacto sigue siendo una constante. Podemos dejar atrás antiguas doctrinas, romper con tradiciones, cuestionar valores que antes dábamos por sentados, pero siempre estaremos sujetos a la interacción con el mundo. Y en ese intercambio, el respeto sigue siendo el cimiento de cualquier orden funcional.
Así, incluso en medio del caos interno, la mejor guía no es la desesperación ni la apatía, sino la disposición de mantenerse firme en ciertos principios universales: la honestidad con uno mismo, la búsqueda de la verdad, el respeto por los demás y la resistencia a la indiferencia. No importa qué tan radical sea el cambio de paradigma que experimentemos, siempre podemos elegir cómo comportarnos, cómo responder al entorno y qué tipo de energía queremos aportar a la realidad que nos rodea.
Aceptar el cambio y adaptarse no significa rendirse ante el caos. Significa tomar las riendas de la propia evolución con dignidad y sin perder la conexión con los valores fundamentales que hacen posible la convivencia y el crecimiento. No se trata de preservar creencias por tradición o inercia, sino de sostener aquello que nos permite avanzar sin caer en la descomposición. Y en ese camino, recordar que respetarnos a nosotros mismos y al mundo sigue siendo la brújula más confiable.
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